Paralelamente al progresivo descubrimiento de nuestro centro y el eje que lo atraviesa, realizamos prácticas con compañeros que nos empujan fuera de esos nuevos arraigo y centramiento obtenidos con la práctica, para imitar lo que nos ocurre en la realidad cotidiana. De esta forma establecemos una relación dinámica con ese centro, en permanente interacción con el entorno. Tomamos conciencia así de cómo tensamos inutilmente determinadas partes del cuerpo sin necesidad real, mecánica de ello, a la vez que mantenemos fláccidas aquellas que sí deberían estar firmes. Aprendemos a ser selectivos, optimizando nuestrso recursos sin malgastar las fuerzas, sin inflijirnos tensiones crónicas innecesarias, que tanto nos dañan.
Aprendemos, y este es uno de los grandes tesoros de las disciplinas chinas, a estar relajados a la vez que alertas.
En la práctica se nos hacen evidentes limitaciones que no tienen que ver ya con la aptitud física, sino con obstáculos más profundos, recurrentes, que, si trabajamos en forma consciente, de a poco reconocemos como expresiones físicas de comportamientos estereotipados que tenemos en los distintos espacios de nuestra vida. Y cuánto más relajados trabajamos, a la vez que concentrados, más fácil y grato nos resulta empezar a modificar estructuras nocivas que habíamos naturalizado, por creerlas inamovibles.
El objetivo no es que las clases sean sólo oasis de calma para volver luego al estrés cotidiano, sino que de a poco vayamos incorporando los principios que experimentamos con mente y cuerpo en clase: respiración correcta, alineamiento estructural, relajación atenta, etc, a todos los momentos y relaciones del día.
Gustavo Villar
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