1 de noviembre de 2010

La práctica de a dos en Tai Chi Chuan.



    Paralelamente a las prácticas en solitario que nos permiten el progresivo descubrimiento de nuestro centro corporal y el eje cielo-tierra que lo atraviesa, realizamos prácticas con compañeros que nos mueven fuera de ese arraigo y centramiento obtenidos, tal como ocurre en la interacción con otros de la vida cotidiana. Esto nos impone una relación dinámica con nuestro centro, real, en permanente interacción con el medio.             
    Vivenciamos así cómo tensamos inútilmente determinadas partes del cuerpo que no nos son útiles en ese momento, mientras permanecen inactivas aquellas que sí deberían estar alertas. Comenzamos a ser más selectivos con nuestras energías, a administrar mejor nuestros recursos, sin malgastarlos. A identificar esa tendencia automática a levantar los hombros, y una vez desenmascarada, ya no permanecemos así por horas, sino que de inmediato relajamos los hombros y los devolvemos a su posición natural.
    Aprendemos cómo es estar despiertos y atentos a las señales del entorno, pero sin tensiones. Relajados, y a la vez alertas.
  El compañero que hace las veces de contrincante es en realidad un aliado, un maestro circunstancial, un espejo que nos señala nuestros puntos flacos para que los hagamos conscientes. Como un “pinche tirano” nos va a mostrar dónde bloqueamos el movimiento, dónde estamos rígidos, qué acciones nos cuestan más. Otro tanto hacemos nosotros con él, en ese combate-danza que funciona como metáfora, como puesta en escena en el plano físico de aquello que forma parte de nuestra sombra. De este modo toman cuerpo las batallas invisibles que se vienen librando desde hace años en nuestro corazón. El verdadero combate se lleva a cabo con aspectos de nuestro ser que hemos relegado al inconciente, y que encarnados momentáneamente en nuestro circunstancial adversario, se nos hacen visibles.
      Así nuestro compañero de trabajo nos hace evidentes nuestros conflictos y zonas oscuras. Nos descubrimos entonces frente a obstáculos recurrentes en el momento, por ejemplo, de ceder con determinada parte del cuerpo, o avanzar ganando terreno con otra. Chocamos una y otra vez con la imposibilidad de arraigarnos con firmeza frente a su avance, o, por el contrario, de ceder relajadamente haciéndonos a un lado. Se nos hace evidente cuánto nos cuesta relajar los hombros, soltar, perder “el control” de las cosas. Y empezamos a develar el miedo que se oculta tras la tensión, la ansiedad, la angustia, la agresividad… De a poco, clase a clase, se va haciendo evidente que nuestras respuestas físicas durante la práctica de a dos en Taichi, son el reflejo de la forma en que respondemos en todos los ámbitos de la vida.
      Aprendemos así a modificar actitudes que parecían inamovibles, y a desarrollar aptitudes que creíamos imposibles. Aprendemos con el cuerpo, según sean las circunstancias, a repeler, resistir, afirmándonos en el propio territorio, desarrollando nuestra raíz, avanzando resueltamente cuando es necesario. Aprendemos a ceder, absorber, transformar, sin perder nuestro centro y eje, o recuperándolos lo mas rápidamente posible, sin contracturarnos. Esto nos permite, desde la experiencia directa, ponernos en contacto con conflictos profundos y antiguos, actuándolos en el plano físico, y desde allí modificar paulatinamente conductas estereotipadas, fruto de mandatos familiares y sociales, que en la actualidad no nos son en absoluto funcionales.
      En el trabajo con el cuerpo, al no tener la práctica de enmascaramiento que tenemos con la palabra, quedamos más rápidamente expuestos. Aparecen a la luz las corazas musculares y su correlato psicológico, y desde la acción vamos paulatinamente removiendo aquellas conductas aprendidas como recursos defensivos, que si útiles en algún momento del pasado, ahora son un estorbo, un obstáculo en nuestro crecimiento. De este modo reconocemos en forma vivencial la armadura que cargamos durante años, y tomamos consciencia de cuán inútil y nociva nos resulta en el presente. Podemos, incluso, a partir de esta práctica de Taichi de a dos, bucear hasta aquellas batallas fundantes que nos obligaron a acorazarnos y nos moldearon la personalidad, el carácter y el cuerpo. Portavoceados por nuestro cuerpo, emergen ahora los conflictos del pasado que no sólo determinaron nuestro esquema conceptual y referencial, sino que hasta moldearon nuestra postura corporal, y con ello configuraron nuestra relación con el mundo.
      Y lo fantástico de esta práctica es que además es sumamente divertida, y ahí yace la raíz de su eficacia. Cuanto más relajados, curiosos y entregados al juego logramos estar, más rápidamente se ponen de manifiesto sus aspectos lúdicos, y más notables son los progresos.
      Al “bailar con fantasmas”, como decían los antiguos taoistas del viaje introspectivo. Al atravesar las grandes aguas”, la “oscura noche del alma”… En síntesis, al enfrentar los miedos, y de ese modo conocernos mejor, expandimos nuestra conciencia, sanamos viejas heridas, soltamos la carga que durante años llevamos a la espalda. Liberamos potenciales que permanecían congelados, liberamos energías que estaban prisioneras de los nudos emocionales. Así comenzamos a andar más ligeros, más espontáneos, más vitales, más amorosos, más felices y auténticos. Y eso es muy bueno, y en algún momento hay que tener el valor de hacerlo. Ya que como decía Jung: “Lo que relegamos a la sombra regresa como destino”.

Gustavo Villar. Director de EL CENTRO.